Capítulo 2: El Detective del Siglo
El abuelo entró lentamente a la habitación con las manos a la espalda. Le preguntó al oficial Sun de qué hablábamos.
Intenté advertirle con la mirada que no dijera nada. Pero me ignoró por completo —o quizás no entendió mis súplicas silenciosas— porque no solo contó todos los detalles… ¡los exageró como si estuviera relatando la llegada del Mesías!
—¡Viejo Song! —empezó—, ¡este nieto tuyo ha salido a ti! ¡Llevamos medio mes atascados con este caso, revisamos hasta el último rincón de la escena y no encontramos el arma homicida! ¡Pero este chico miró una sola foto y resolvió todo! Este muchacho tiene un futuro brillante. ¡No debería perder el tiempo yendo a la universidad! Hoy en día hay tantos graduados que hasta las palomas tienen título, y la mayoría termina desempleado. ¿Qué tal si le hago una carta de recomendación para que entre directamente a la academia de policía? ¡No desperdiciemos el talento, viejo Song!
—Lo estás sobreestimando —dijo el abuelo, con la voz helada, mientras hacía un gesto con la mano para que dejase de hablar—. Debe haber hojeado algunos pasajes de los libros de nuestros antepasados y ya se cree detective. Pero en esta familia hay una regla muy clara: nunca ser oficial ni juez, y vivirás seguro. Te agradezco tus palabras, pero ¡jamás te entregaré a mi nieto!
Mientras hablaba, sus ojos, filosos como cuchillas, pasaron por mí. Bajé la cabeza, temblando como una hoja.
El oficial Sun suspiró.
—¡Vamos, viejo! ¡Ya estamos en el siglo XXI! ¿No te mandaron a trabajar a los establos por un tiempo? ¿No fue suficiente castigo para la familia Song?
Entonces se volvió hacia mí y puso sus manos sobre mis hombros.
—Muchacho —dijo, mirándome directo a los ojos—, ¿no quieres ser policía cuando seas grande y atrapar criminales conmigo?
Tenía una respuesta, pero con el abuelo ahí, solo negué con la cabeza.
—Sun Laohu —dijo el abuelo—, jamás entenderás la maldición que pesa sobre los Song. No cambiaré de parecer. Lo único que deseo es que mis descendientes vivan en paz, lejos de las calamidades.
El oficial intentó replicar, pero el abuelo levantó la mano antes de que pudiera decir algo más.
—Creo que ya es hora de que te vayas. Si te entrometes más en los asuntos de esta familia, me temo que dejarás de ser bienvenido aquí.
Sun tragó sus palabras y empezó a guardar sus cosas.
—Está bien, viejo Song —cedió—. Volveré a visitarte cuando nos atasquemos en otro caso.
Y salió por la puerta como un vendaval.
Tras su partida, el ambiente se tensó como un tambor. El abuelo se sentó en la vieja silla de madera tallada, con su taza de té en la mano. Yo me quedé de pie frente a él, temiendo lo peor.
—Muchacho —dijo el abuelo—¿Cuánto has leído de esos dos libros?
—T-Todo… —respondí.
La verdad es que no solo los había leído enteros, sino que los había releído una y otra vez. Las páginas ya se deshacían entre mis dedos de tanto uso.
El abuelo dio un sorbo de té, y de pronto recitó:
—”La pena más severa es la de muerte, pero antes de ejecutarla, lo más importante es descubrir las pistas y los hechos del caso; y para descubrir esas pistas, lo esencial es recurrir a los medios correctos de inspección.”
Me quedé helado, pero me recuperé enseguida.
—”Que un sospechoso viva o muera,” —continué— “que un caso sea simple o complicado, que se prolongue la injusticia o se corrija, todo depende del examen del cadáver.”
Siguió él: —”En el primer mes, el feto es como una gota de rocío otoñal; en el segundo, se asemeja a una flor de durazno…”
—”En el tercer mes se distingue el sexo,” —seguí yo— “en el cuarto se forma la estructura; en el quinto aparecen nervios y huesos; en el sexto, crece el cabello; en el séptimo mueve la mano derecha si es varón y se ubica a la izquierda de la madre; en el octavo, mueve la izquierda si es niña y se halla al lado derecho.”
Eran pasajes del Compendio de Casos de Injusticias Rectificadas. El abuelo me estaba probando, y mi respuesta lo dejó estupefacto. La taza se le cayó de la mano y se estrelló en el suelo.
—¿Te has memorizado todo el libro? —preguntó, atónito.
—Más o menos… —confesé.
—¡Eres digno de ser un Song! —exclamó el abuelo, negando con la cabeza. Aunque sus palabras denotaban orgullo, su rostro mostraba una profunda tristeza.
Me sorprendió su reacción. Yo esperaba un sermón épico, no esa mezcla de tristeza y resignación. Viéndolo ahora, creo que ese día su alma fue desgarrada por emociones encontradas: orgullo por su sucesor… y miedo, por saber que seguiría el camino tan cruel que él había intentado impedir.
—¡El destino se burla de nosotros! —suspiró, y se marchó cabizbajo hacia su estudio.
Me quedé parado, más confundido que aliviado. ¿Acaso me había salvado del castigo?
—
Esa misma noche, pasada la medianoche, el abuelo me despertó. Me dijo que me vistiera: íbamos a salir.
Todavía somnoliento, agarré un abrigo y bajé. Me dio un pico de albañil y sin decir palabra, salió por el portón. No tuve más remedio que seguirlo.
Vivíamos en una ciudad pequeña. Caminando hacia el sur se llegaba a un sector de maleza. Era una noche sin luna, con pocas estrellas. Seguimos por un castañar solitario. Lo único que se oía era el crujido de hojas secas bajo nuestros pies. Al adentrarnos más, escuché un chillido extraño de un ave desconocida. Me recorrió un escalofrío.
Finalmente salimos del bosque y llegamos a un claro. Tropecé con algo y casi caigo. Miré y… ¡era un hueso humano! Negro como carbón, seguramente tras años a la intemperie.
Entonces recordé: ¡ese era el famoso foso de cadáveres! Según la leyenda, durante una revuelta campesina al final de la dinastía Ming, un rebelde tomó esta zona y masacró a la gente, arrojando los cuerpos aquí. Con el tiempo, el lugar se volvió maldito. Decían que ocurrían fenómenos sobrenaturales con frecuencia.
Vi un resplandor verde flotando en el aire, como si espíritus nos rodearan.
Primero pensé que eran luciérnagas, pero… ¿qué harían las luciérnagas en un terreno estéril, sin una sola planta? Entonces recordé el “Fuego Fatuo”: luz causada por el fósforo que emana de los cadáveres en descomposición al reaccionar con el aire.
Lo sabía. Lo entendía. Pero verlo con mis propios ojos fue otra cosa. Todo mi cuerpo se erizó.
Y como si eso no bastara, vi algo moverse en el horizonte. Se detuvo a unos diez metros. Dos ojos verdes brillaban en la oscuridad. Solté un grito ahogado.
El abuelo recogió una piedra y la lanzó con fuerza. Aquella cosa huyó.
—No te alarmes —dijo el abuelo—. Era solo un perro.
—¿Qué hacemos aquí, abuelo? —pregunté, tragando saliva.
—Ya verás.
Me llevó a un montículo de piedras y me señaló.
—Cava.
—¿C-Cavar? —repetí, horrorizado—. ¿Pero no es esto… una tumba?
—¿Qué otra cosa sería?
—P-Pero eso es profanación…
—¡No te estoy pidiendo que robes nada! ¡Te estoy diciendo que examines un cuerpo! ¡Vamos, deja de hacer tiempo y cava!
A regañadientes, me arremangué y empecé. Era agotador. Uno pensaría que, siendo de campo, estaría acostumbrado. Pero no. Yo nunca levanté algo más pesado que un lápiz. Pronto las manos me sangraban de las ampollas.
El abuelo no me ayudó. Solo me observaba desde lo alto, fumando. Bajo otras circunstancias, el humo me habría fastidiado. Pero ahí, en ese bosque siniestro, era una especie de consuelo: al menos no estaba solo.
Cavé quién sabe cuánto, empapado en sudor. Hasta que el pico chocó con algo duro y quebradizo: hueso humano. Tiré el pico a un lado y empecé a levantar piedras. Finalmente, apareció un esqueleto negro y en descomposición.
Miré al abuelo, pero no dijo nada. Así que me puse a ordenar los huesos según la anatomía humana.
Nunca había visto un cadáver real, pero conocía el capítulo de Casos de Injusticias Rectificadas llamado “Examen Óseo”. Sabía perfectamente dónde iba cada hueso.
Pero justo cuando terminé de armar el esqueleto…
¡Me di cuenta de que algo estaba horriblemente mal!
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