Capítulo 3: El Cadáver de Frankenstein (Un Entierro Subrogado)
Justo cuando empezaba a entender qué era lo que no cuadraba con aquel esqueleto, el abuelo interrumpió mis pensamientos con una pregunta:
—Dime, muchacho —dijo—, ¿cómo crees que fue la vida de esta persona antes de morir? ¿Cuál fue la causa de su muerte? ¿Era hombre o mujer? Si era mujer, ¿tuvo hijos? ¿Qué edad tenía al morir? ¿Padecía alguna enfermedad? Dímelo todo.
—¿Es una prueba, abuelo? —pregunté.
—Puedes llamarlo así —respondió con naturalidad, soltando una bocanada de humo.
Qué forma más extraña de evaluar a alguien, pensé. ¿De verdad tenía que despertarme a medianoche y arrastrarme a un cementerio abandonado para ponerme a prueba? No me imaginaba a ningún otro abuelo en el mundo haciendo algo semejante.
—Date prisa —dijo el abuelo, impaciente, mientras golpeaba el suelo con el pie—. Este sitio está lleno de energía yin. Si nos quedamos mucho tiempo, se me enfrían los huesos.
Respiré hondo, me concentré y enfoqué mi atención en los restos. De vez en cuando, se oían sonidos extraños provenientes del bosque, y la energía pesada y opresiva del lugar me calaba los nervios. Pero poco a poco me tranquilicé, y el ambiente siniestro fue desvaneciéndose de mi mente.
El esqueleto que acababa de ensamblar medía unos 180 centímetros de pies a cabeza, lo cual indicaba que había sido una persona alta. Pero los fémures eran demasiado pequeños, lo que hacía esa estatura científicamente imposible. La proporción entre el tamaño del pie y la altura corporal suele ser de uno a siete en los humanos. Así que, cuanto más alta es la persona, más grandes son sus pies. La única excepción notable sería el caso del vendaje de pies que practicaban las mujeres chinas antiguamente.
Aparté esa observación por un momento y comencé a analizar el sexo del individuo. Por el tamaño de las articulaciones, parecía claramente masculino. Pero al examinar el hueso ilíaco, se notaban marcas evidentes de haber dado a luz.
Levanté el cráneo para determinar la edad al morir. Por el desgaste dental, debía tratarse de un adulto de unos treinta años. Pero al alzar el fémur, noté lo liviano que era, señal clara de pérdida de calcio por vejez. Además, la curvatura del hueso indicaba una vida de arduo trabajo físico, que habría sometido a los fémures a una presión constante. Esas características coincidían con las de una persona de edad avanzada. ¿Cómo podía ser?
Aún más desconcertante era que las articulaciones de los brazos eran gruesas, casi como las de las piernas. ¿Acaso esta persona caminaba en cuatro patas?
Este esqueleto, no tenía ni pies ni cabeza —al menos, no en sentido figurado. Cuanto más lo analizaba, menos sentido tenía todo. Pero de pronto lo comprendí: ¡esa debía haber sido la intención del abuelo desde el principio! ¡Él siempre hacía cosas así para ponerme a prueba! Con eso en mente, finalmente tuve una respuesta clara.
Había estado en cuclillas tanto tiempo que al ponerme de pie me mareé y todo me dio vueltas por un momento. Sentía los pies entumecidos, como si me hubieran encadenado a dos bloques de piedra. El abuelo tiró su colilla al suelo. Miré la hora: llevaba media hora analizando el cadáver.
—¿Y bien, muchacho? —preguntó el abuelo.
—Esta persona tenía unos treinta años al morir —dije—. Este cuerpo era tanto masculino como femenino, y vivió en condiciones muy duras. Caminaba en cuatro patas, comía alimentos toscos y dio a luz a siete u ocho hijos. La causa de muerte fue tanto por ahogamiento como por decapitación.
—¿Ese es tu veredicto final? —dijo el abuelo, soltando una risita.
—Sí —respondí—, porque este… ¡no es el cuerpo de una sola persona!
—¿Ah, sí? —dijo intrigado—. Entonces dime por qué no puede ser de un solo individuo.
Excepto por el cráneo, ninguna otra parte de ese esqueleto era humana. Todas las piezas habían sido “tomadas prestadas” de animales. Las piernas eran de cabra, los brazos de cerdo, la pelvis de una cerda distinta, y los huesos de manos y pies estaban armados con fragmentos unidos de gatos y perros.
En cuanto a la causa de muerte, según la fractura del cuello, esta persona fue decapitada con un arma afilada.
Mientras hablaba, el abuelo asentía en silencio, con una sonrisa satisfecha.
—Eres un estudiante digno, muchacho —dijo—. Hay un viejo dicho: “Mejor no enseñar nada que enseñar a seguir los libros al pie de la letra.” Si no puedes diferenciar entre huesos de animal y huesos humanos, entonces no hay nada que yo pueda enseñarte sobre ser forense. ¡Excelente! ¡La familia Song tendrá un heredero digno!
—Pero, abuelo… ¿Qué pasó con este cuerpo?
El abuelo aspiró su cigarro y comenzó a relatar la historia de aquel cadáver con lujo de detalles.
Todo comenzó hace treinta años.
En aquel entonces, en un pueblo cercano a nuestra ciudad provincial, vivía un tal Huang San. Era un inútil, un vago, incapaz de hacer nada más que beber, apostar y corretear tras mujeres. No había cumplido ni los veinte cuando ya había preocupado tanto a su madre que esta murió.
Por supuesto, nadie quería casarse con ese sinvergüenza. Además, siempre andaba mendigando dinero entre los vecinos, pero todos sabían que prestarle a Huang San era como tirarlo al fuego, así que lo ignoraban. No encontraba trabajo en el pueblo, así que se marchó. Encontró empleo en un restaurante, pero después de trabajar solo dos días, se gastó todo lo ganado apostando.
Terminó debiendo 5000 yuanes a una casa de apuestas y huyó. La mafia vino al pueblo a exigir el dinero, pero esa suma no era poca cosa. Alcanzaba para sustentar varias familias. Así que los amigos y parientes de Huang San fingieron no conocerlo.
Días después, alguien halló una bolsa plástica negra al borde del camino que llevaba a las colinas. Dentro estaba la cabeza sangrienta de un hombre. Se reportó a la policía y publicaron la foto en el periódico, pidiendo que cualquiera que lo reconociera aportará información. Un pariente lejano de Huang San lo reconoció, pero pensó que se lo tenía merecido. Además, los vecinos coincidieron en que era mejor no decir nada, para evitar represalias de la mafia. Así, el asesinato de Huang San quedó archivado como un caso sin resolver.
La cabeza fue enviada de regreso al pueblo. Todos pensaron que su vida había sido patética y su muerte, espantosa. Ni siquiera su cuerpo estaba entero. Temían que eso causara que su alma vagara por el pueblo.
Alguien recordó que la madre de Huang San era originaria de Chaozhou, así que decidieron formar un cuerpo sustituto con huesos de animales y le hicieron un entierro apropiado según la tradición teochew, esperando que su alma encontrara la paz.
Cuando el abuelo terminó la historia, me pidió que devolviera los huesos a la tumba y los enterrara tal como los había encontrado. Luego sacó un fajo de papel para ofrendas de su chaqueta y encendió una cerilla para prenderles fuego.
—Perdóname, Huang San —dijo el abuelo—. Tuve que molestarte otra vez. Sé que tu muerte fue trágica y que no tuviste hijos que te hicieran ofrendas. Así que acepta esta humilde muestra por ahora. En el aniversario de tu muerte el próximo año, me aseguraré de invitar a monjes y sacerdotes taoístas para hacer rituales y que tu alma pueda ascender.
Justo al terminar la frase, una ráfaga de viento helado avivó la llama del papel ardiente. Me pareció oír un sollozo leve, que se elevó junto con las cenizas en el aire.
Me quedé paralizado de miedo, sin saber qué hacer. El abuelo me presionó la cabeza para hacerme inclinar en señal de respeto, y me ordenó pedir perdón al difunto.
Cuando por fin me puse de pie, el viento extraño había cesado.
—¿L-Los fantasmas existen, abuelo? —pregunté con voz temblorosa.
—Si tú crees que existen, entonces existen —respondió vagamente—. Recuerda siempre esto, muchacho: examinar un cadáver como lo hacen los forenses es un acto de irreverencia hacia el muerto. ¡Nunca lo tomes a la ligera y jamás olvides rendir respeto!
—Sí, abuelo —asentí.
De repente, se me ocurrió que las palabras del abuelo implicaban que ahora sí me dejaría trabajar como forense y colaborar con la policía.
—Abuelo —dije—, ya que pasé tu prueba… ¿Eso significa que ahora sí puedo atrapar criminales junto al tío Sun?
—¡Jamás! —respondió el abuelo con severidad—. ¡Es una regla estricta de la familia Song! ¡Todos los miembros deben obedecerla!
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